DANIEL SALAS
Las preocupaciones de Jorge Luis Borges por el nazismo son significativamente tempranas. La lucidez con la que, desde 1937, juzga severamente los nacionalismos en diversos artículos periodísticos, demuestra su sutil y prematura comprensión de la desmesurada crisis que el fascismo estaba generando en la cultura occidental. José Eduardo González apunta que “Borges saw the emergence of fascist governments in Europe as the return of ‘barbarism’, as a threat to Western civilization in general” (172). Esta aseveración, siendo correcta, sólo puede servirnos de punto de partida, ya que es necesario además comprender en qué sentido, para Borges, el fascismo es una amenaza para la civilización occidental. La respuesta a esta pregunta no se constata únicamente en el reconocimiento de un crimen, de los tantos que han azotado a la historia, sino en la comprobación de que el nazismo es un punto de quiebre para la humanidad.
Edna Aizenberg no solamente ha enfatizado las preocupaciones antifascistas como elementos centrales de la escritura borgiana. También a calificado a Borges como “founder of literature after Auschwitz” (141). “Literatura después de Auschwitz” es un término bastante sugerente, pues expresa el problema de la representación del Holocausto. Así, Aizenberg no se refiere a alguna posible “literatura sobre Auschwitz”, sino a un tipo de escritura que incorpora la crisis espistemológica producida por el nazismo.
Como puede observarse, ello supone ver en el Holocausto la cifra de algo nuevo, de un tipo de suceso que exige una redefinición del acto de narrar. La pregunta se puede plantear de esta manera: ¿de qué modo se puede contar un tipo de suceso que no encuentra su sentido en ningún artificio hasta entonces ejecutado? Aizenberg señala la historia de este cuestionamiento recurriendo a la discusión iniciada por Theodor Adorno:
‘To write poetry after Auschwitz is barbaric’ Theodor Adorno wrote in a much quoted statement (34). His larger boundary-question is: Given the artifice of any work of art, how can adequately, and ethically, represent the catastrophe? Berel Lang, glossing Adorno, argues that keep silent would be worse, that the imagination must do its work of insightful recreation. (146)
Los argumentos presentados por Adorno y Lang muestran así las dos caras del problema: por un lado, la consciencia de que estamos ante un suceso incomunicable, porque las posibilidades de representación se encuentran agotadas; por otro lado, la exigencia ética de encontrar nuevas formas para expresar aquello que no puede ser silenciado.
En este trabajo quiero explicar de qué manera El milagro secreto y Deutsches Requiem, dos ficciones borgianas, construyen artificios que intentan expresar la crisis espistemológica producida por el Tercer Reich. La denomino “crisis epistemológica” porque el problema crucial es discernir modos de aprehensión y conocimiento de un fenómeno. Tanto Jaromir Hladík, el protagonista de El milagro secreto, como Otto Dietrich zur Linde, el protagonista de Deutsches Requiem, son ambos autores que se ven en la urgencia de recurrir a la escritura para definir el sentido de su existencia y de su muerte. Ambos, significativamente, son ejecutados a las nueve de la mañana. Dicho esto, las divergencias en el modo en que asumen su relación con la textualidad marcan su diferencia ética.
El milagro secreto
El inicio de este relato nos remite inmediatamente a las vísperas de invasión de Praga:
La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boheme, soñó con un largo ajedrez. (El milagro secreto 139)
La presencia de la historia se halla, pues, marcada fuertemente desde el inicio.
Daniel Balderston, quien ha indagado en las fuentes históricas de los relatos de Borges, comenta sobre el lugar que ocupa este relato dentro de la colección El jardín de senderos que se bifurcan: “es sólo en El milagro secreto que Borges toma un acontecimiento histórico muy reciente cuyas ramificaciones no podían ser visibles aún” (103). En opinión de Balderston, Jaromir Hladík reúne a dos figuras de la literatura checa: Vlacac Hladík (1868-1913) y Karel Čapec (1890-1938), ambos prolíficos dramaturgos. Balderston señla que la obra de Čapec, en particular, fue reseñada por Borges y posee similitudes con el drama que el personaje del cuento se propone concluir (99-103). Balderston también destaca el hecho de que el narrador utilice el nombre alemán de una calle en donde por dos años estuvo ubicado el negocio de Herman Kafka. En la fecha señalada por el relato, los nombres alemanes ya habían sido reemplazados por nombres checos y así, afirma el crítico:
al usar nombres alemanes para designar la calle en que vive Hladík y el río que atraviesa la ciudad, Borges está remontándose al período anterior a la Primera guerra mundial o, quizá, está narrando la historia desde la perspectiva de uno de los germanoparlantes no judíos que hubiera simpatizado con la anexión del Sudetenland y con la posterior conquista de Checoslovaquia por los nazis. (97-98)
No parece ser el caso que el narrador evidencie otras simpatías con los nazis. Por ello, de las dos sugerencias de Balderston, prefiero la primera, que sugiere la confluencia problemática de dos temporalidades. Y esto contribuye a sostener que el problema del tiempo se constituye en el elemento central de la experiencia que sufre Hladík.
El problema del tiempo como asunto clave salta a la vista en la alusión histórica, pero también en la frase que califica a Hladík como “autor de la inconclusa tragedia Los enemigos”. Estas dos alusiones marcarán un conflicto con la experiencia del escritor: dentro del tiempo histórico, es el caso que la tragedia ha quedado inconclusa; en el tiempo vivido por Hladík, la tragedia fue terminada.
En el sueño soñado por Hladík esa noche, dos familias ilustres juegan un largo ajedrez en una torre secreta para disputar un premio ya olvidado, pero que se murmuraba “era enorme y quizá infinito” (El milagro secreto 139); se dice también que “en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes” (El milagro secreto 139).
La referencia a los relojes del sueño en los que resuena la hora crucial y los que despiertan al soñador señalan ya claramente a la temporalidad como el gran problema que debe afrontar Hladík. Ya en este punto, se anuncia la divergencia entre la temporalidad vivida exclusivamente por el sujeto y la temporalidad de la historia. Dentro de este conjunto de claves, no es difícil concebir que ese premio ya olvidado es el tiempo, “enorme y quizá infinito”.
¿Qué puede significar apoderarse del tiempo sino apoderarse de la historia? Lo que está en juego, por tanto, es la voz que va a permanecer y esto es otro modo de enunciar el poder y el riesgo de la escritura. Que la escritura es una labor riesgosa y que pone al sujeto ante la inminencia de la muerte puede comprobarse en el singular proceso al que es sometido. El narrador no menciona los cargos de los que es acusado Hladík y este detalle enfatiza los rasgos ridículos y paródicos del proceso: Hladík es condenado por ser escritor y judío:
No pudo levantar ninguno de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jarolavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma dilataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928 había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdof. (El milagro secreto 140)
La absurda situación parece ser además un reflejo de las acusaciones que recibió Borges de los nazis argentinos y que motivaron la escritura de su ensayo Yo, judío. No podemos dejar de notar que en estas líneas también reverbera el lenguaje de la Inquisición.
Dictada la sentencia, la preocupación de Hladík se dirige más al modo de la muerte que a la muerte misma:
El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. (El milagro secreto, 140)
La reflexión de Hladík es, ciertamente, extraña, ya que “la horca, la decapitación o el degüello” son formas de ejecución más infames que el fusilamiento. Éste último procedimiento está más asociado a la puesta en escena de un martirio heroico.
Siendo la preocupación de Hladík las circunstancias de su muerte, procede como un dramaturgo imaginando las posibles puestas en escena de su muerte:
Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. (El milagro secreto 140-41)
¿A qué se debe esa obsesión del dramaturgo por figurar la puesta en escena de su ejecución? La inminencia de la muerte lo coloca ante el sentido de su oficio, que es la escritura. Que Hladík sienta el impulso de dramatizar su final puede ser consecuencia de su visión teatral del mundo.
Sin embargo, esta percepción del mundo como teatro se halla en conflicto la idea de que la realidad está separada de la ficción o que, más precisamente, esta última contradice y niega a la primera:
Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. (El milagro secreto 141)
Hladík teme la capacidad profética de la escritura y esto puede ser un indicio de su timidez al escribir. Hasta el momento, él ha sido un traductor y un comentarista, pero no se ha afirmado como escritor, quizá porque no ha resuelto los conflictos entre las ideas de realidad y de ficción, porque aún siente temor de que la ficción se compenetre con la realidad. El miedo a su propia escritura sólo podrá ser vencido cuando la muerte se convierta en una presencia crítica.
Antes de esta revelación, el dramaturgo intenta negar el poder de la escritura. En efecto, en un principio la muerte parece convertirse en excusa para su obra inconclusa: “A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar” (El milagro secreto 141). Observemos que el narrador anota inmediatamente que: “[e]l veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos” (El milagro secreto 141). Las consideraciones son “abyectas” porque el escritor pretende encontrar en la muerte una justificación para renunciar a su papel. La llegada de las vísperas de su ejecución produce una urgencia: la de acabar su drama Los enemigos para definir el sentido de su existencia.
Hladík siente por fin que su obra es demasiado pobre como para justificar su vida y su muerte:
Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura (El milagro secreto 142).
Podemos derivar entonces que el sacrificio de Hladík carece de valor porque los nazis van a dar muerte a un escritor que se percibe a sí mismo como secundario. Sin embargo, es importante anotar que, dentro de su obra conclusa, Hadlík encontraba “menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton” (El milagro secreto 142) Vindicación de la eternidad evoca, por cierto, Historia de la eternidad (y esto enfatiza la relación entre Borges y Hladík, junto con otros detalles como la edad y la disconformidad con su obra temprana) pero también señala la preocupación del dramaturgo por el tiempo. Estas reflexiones sobre el tiempo circular y la inmovilidad ensayadas en Vindicación de la eternidad se volcarán con lucidez en Los enemigos.
Gracias al milagro secreto operado por Dios, Hladík podrá escribir Los enemigos y construir una obra de pleno sentido que pueda oponerse a la muerte banal que le imponen sus ejecutores. El título anuncia una estructura mítica. El drama, en efecto, opera sobre la base del modelo de la hostilidad hasta convertirlo en una neurosis. Como es evidente, el sentido de la enemistad se encuentra en la oposición, lo que significa que el enemigo se define gracias a la existencia de su contrario. En el drama de Hladík, esta necesidad de involucrarse en la enemistad para afirmar la propia identidad se convierte en una enajenación radical, como consecuencia de la cual el enemigo se involucra en la personalidad del rival de un modo obsesivo y cíclico. Jaroslav Kubin, el protagonista, ha adquirido la personalidad del barón de Roemerstadt y está condenado a vivir una escena que se repetirá indefinidamente.
La idea de un objeto que causa una obsesión y que aliena al sujeto al punto de apartarlo de la realidad se halla también desarrollada en los cuentos El Zahir y El libro de arena. En El Zahir una moneda baladí se apodera de la mente del personaje, mientras que en El libro de arena un volumen inverosímil desestabiliza el retiro y la quietud de un lector, quien debe aceptar la existencia de un texto inagotable.
Obsérvese que tanto en el imaginario drama Los enemigos como en El Zahir y El libro de arena se halla presente el peligro de desplazar el sentido de realidad, de apartarse de la situación en la que se desarrolla la existencia. Este es un motivo que se opone, por cierto, a la crítica que convierte a Borges en un autor “irrealista”. Nancy Kanson opina, en efecto, que “[l]os textos de Borges revelan una búsqueda de autonomía ficcional en la que carece de importancia o, mejor dicho, deja de existir, el mundo extratextual” (5). Pero esto es exactamente lo contrario a lo que ocurre en los cuentos de Borges y, como lo podemos ver ahora, en El milagro secreto. Jaromir Hladík debe enfrentar un hecho perfectamente real como la muerte; está, por tanto, marcado por su aquí y su ahora. La definición crucial de su existencia ha de definirse en la conclusión de su escritura. Mientras que críticos como Kanson parten de la separación entre realidad textual y extratextual (una idea que, por cierto, Hladík está por redefinir hacia el amanecer del veintiocho de marzo de 1939); en Borges el texto se convierte en estructurador de la experiencia. La ficción entra en la realidad no para sustituirla, sino para darle forma. Este es, precisamente, el desafío que debe resolver Hladík, quien descubre la clave para no temer a su propia escritura.
Los enemigos guarda, claramente, similitudes con los artificio borgianos. No en vano el narrador afirma que “Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte” (El milagro secreto 142). Esta postura estética de Hladík se asemeja, evidentemente, a la de Bertolt Brecht. El distanciamiento permite que la obra no se convierta en un simulacro y de este modo pueda expresar el sentido. Así, el drama Los enemigos da forma a un tipo de hostilidad neurótica y, al estar construido como artificio, permite que esta forma permita la comprensión no solamente del tipo de hostilidad que preconiza Kubin, sino de cualquier enemistad análoga.
Kubin expresa un tipo de enemistad que combina el deseo de apropiarse de lo que el rival posee y de eliminarlo. Convertida en fijación, la envidia secreta opera como motor que desencadena el delirio, delirio que, finalmente, termina por destruir al envidioso. El miserable Jaroslav Kubin puede así expresar la obsesión nazi con la apropiación y el exterminio de judaísmo. Hladík es condenado por escribir como judío y, por tanto, lo que lo condena es pertenecer a un espacio de la cultura europea que es codiciado y que debe ser eliminado.
Es importante resaltar que la trascendencia de lo que está por ocurrir durante el fusilamiento de Hladík contrasta severamente con una realidad prosaica, diferente a las aventuradas puestas en escena que el dramaturgo había previsto:
Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados—alguno de uniforme desabrochado—revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. (El milagro secreto 145)
Las circunstancias de la muerte, contrariamente a lo imaginado por Hladík, no señalan nada apoteósico.
Este detalle cobra un sentido especial al ser contrastado con el tiempo secreto concedido por Dios. Como el narrador había señalado hacia el principio del relato, los nazis querían proceder siguiendo el “deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas” (El milagro secreto 140). La muerte del judío debía carecer de significación especial para darle la posibilidad de convertirla en martirio. Pero en la dimensión íntima, se estaba creando una obra de arte que denunciaba la miseria del nazismo, su carácter pobre y limitado que se reducía a una obsesión circular.
Deutsches Requiem
El epígrafe de Deutsches Requiem (“Aunque él me quitare la vida, en él confiaré” Job 13:15) indica uno de los motivos del cuento: la necesidad de encontrar sentido al sufrimiento. En este caso, Otto Detrich zur Linde busca, a través de un ensayo autobiográfico, ofrecer a su muerte un significado trascendental. Como veremos, Linde, aunque admite que va a ser fusilado por “torturador y asesino” (Deutsches Requiem 93-94) figurará su muerte como un martirio necesario para continuar con la tarea heroica de limpiar a la humanidad de la piedad judía.
Es significativo que Otto Dietrich zur Linde se muestre desde una genealogía militar, que abarca tanto el lado materno como el paterno. Afirma que uno de sus antepasados “murió en la carga de caballería que decidió la victoria de Zorndof” (Deutsches Requiem 93), que su “bisabuelo materno fue asesinado en la foresta de Marchenoir por francotiradores franceses” (Deutsches Requiem 93) y que su padre “se distinguió en el sitio de Namur, en 1914, y, dos años después, en la travesía del Danubio” (Deutsches Requiem 93).
Hay dos detalles que contrastan con esta relación. El más evidente es la nota a pie de página del editor que señala que:
Es significativa la omisión del antepasado más ilustre del narrador, el teólogo y hebraísta Johannes Forkel (1799-1846), que aplicó la dialéctica de Hegel a la cristología y cuya versión literal de algunos de los libros apócrifos mereció la censura de Hengstenberg y la aprobación de Thilo y Geseminus. (Deutsches Requiem 93)
Esta primera aparición del editor revela que el texto ha quedado como testamento del condenado y que ha sido objeto de una revisión crítica. La presencia de esta nota, además, desestabiliza la solidez de la estirpe que se atribuye a sí mismo Linde. Otras notas a pie de página servirán también para crear una tensión entre la voz del narrador y la de un lector crítico, así como para mantener presente que la escritura autobiográfica implica una labor de ficcionalización y selección de la información, que deja de lado aquello que pueda poner en crisis el sentido central del relato. Antonio Gómez observa que, gracias al efecto producido por estas glosas, “Deutsches Requiem deja de ser un cuento que recrea, sin más, las confesiones de un nazi, para convertirse en la tensión dramática, sutil pero clara, que se establece entre esa confesión y su editor” (146).
El segundo detalle que contrasta con esta operación de filiación a través de la genealogía es el destino que recayó sobre Linde. A diferencia de los antepasados con los que busca enlazarse, él no destaca en la vida militar. En efecto, una mutilación sufrida en Tilsit el primero de marzo de 1939 lo aleja de la guerra y lo lleva a ser nombrado subdirector de un campo de concentración.
Este episodio señala un claro punto de inflexión a partir del cual Linde distancia su destino de aquel de sus antepasados. Ello al punto de que le exige una detenida reflexión. Linde, en efecto, se empeña por demostrar que su la tarea que ahora le tocaba asumir no requería de menos sacrificio que el de sus antepasados:
Al fin creí entender. Morir por una religión es más simple que vivirla con plenitud; batallar en Éfeso contra las fieras es menos duro (miles de mártires oscuros lo hicieron) que ser Pablo, siervo de Jesucristo; un acto es menos que todas las horas de un hombre. La batalla y la gloria son facilidades; más ardua que la empresa de Napoleón fue la de Raskolnikov. (Deutsches Requiem 98)
La empresa de Raskolnikov es, por cierto, el asesinato de la anciana y la capacidad de despojarse de piedad. Para Linde, ejercer la tortura implica una transformación y un acto de limpieza mucho más radicales que la participación valerosa en una batalla:
El nazismo, intrínsecamente, es un hecho moral, un despojarse del viejo hombre, que está viciado, para vestir el nuevo. En la batalla esa mutación es común, entre el clamor de los capitanes y el vocerío; no así en el torpe calabozo, donde nos tienta con antiguas ternuras la insidiosa piedad. (Deutsches Requiem 98)
Quizá debido a esta capacidad de reconocer un sentido de renovación moral al exterminio y la tortura, Linde es capaz de decir que “desde el principio, yo me he declarado culpable” (Deutsches Requiem 94).
Esta aclaración tiene mucho significado para comprender el sentido de la biografía que busca elaborar Linde. Uno de los detalles más conocidos de los juicios de Nurenberg es que los inculpados excusaron su responsabilidad en el hecho de que cumplían órdenes. Ya derrotados, los líderes nazis pretendieron así borrar el discurso con el que justificaban sus actos. Linde se convierte así en un caso anómalo. Al admitir su culpa prefiere vindicar su papel y brindar así una perversa lección moral: para afirmar el sentido de sus crímenes se declara culpable ante el tribunal, el cual, curiosamente además, según su punto de vista, “ha procedido con rectitud” (Deutsches Requiem 94). Gracias al elogio de la crueldad y la impiedad que vendrá más adelante, podremos entender que “la rectitud” con la que actuó el tribunal fue la de haber sido capaz de renunciar toda forma de compasión. Linde intenta así ser consecuente con sus ideas: si él no practicó la piedad con sus víctimas, considera virtuoso que que tampoco se la aplique a él.
Unas pocas líneas más adelante, sin embargo, se produce una interesante contradicción. Como un modo de explicar las razones que lo llevan a escribir, afirma: “[n]o pretendo ser perdonado, porque no hay culpa en mí, pero quiero ser comprendido” (Deutsches Requiem 94). Podemos salvar esta contradicción observando que Linde se ha declarado culpable, pero que no se siente culpable. Ello puede significar que no le interesa tanto vindicarse ante sus verdugos (a pesar de que acepta el papel que cumplen) sino ante algún lector que extraiga la lección de que lo importante es el triunfo de la violencia, no quién ocupe las posiciones de víctima y victimario.
La autobiografía, en efecto, se dirige a lograr esa demostración.
Para ello, figura la manera en que progresivamente el personaje se adhiere a la nueva moral. Linde cuenta que nació en 1908 y sugiere que tuvo una infancia infeliz, aliviada por la música y la metafísica (Deutsches Requiem 94). Tres nombres marcan en la infancia y la primera juventud el carácter del protagonista: Brahms, Schopenhauer y Shakespeare. El homenaje a estos tres hombres busca el patetismo: “Sepa quien se detiene maravillado, trémulo de ternura y de gratitud, ante cualquier lugar de la obra de esos felices, que yo también me detuve ahí, yo el abominable” (Deutsches Requiem 95).
La lectura de Spengler y Nietzsche, a los diecinueve años, será decisiva para aproximarse a la idea de una revolución moral. No se debe, por cierto, asumir como natural que el acceso y la identificación con ambos autores conduzca hacia el nazismo. Lo interesante es observar que, si seguimos fielmente la versión de Linde, él llega a adherirse al partido más por sus lecturas que por sus experiencias fuera de la lectura. Su concepción de la vida y su fe ciega en la urgencia de una revolución moral se urde desde la lectura. Debido a que él mismo señala que sus primeros años fueron “infaustos” (Deutsches Requiem 94), podemos interpretar que Nietzsche y Spengler le sirven al personaje como modelos para explicar y dar sentido a su infelicidad. El señalamiento de la decadencia de Occidente y la promesa de un orden nuevo ofrecen a Linde la posibilidad de eliminar su individualidad y econtrar valor a su existencia como parte de una gran hecatombe:
Poco diré de mis años de aprendizaje. Fueron más duros para mí que para muchos otros ya que a pesar de no carecer de valor, me falta toda vocación de violencia. Comprendí, sin embargo, que estábamos al borde de un tiempo nuevo y que ese tiempo, comparable a las épocas iniciales del Islam o del Cristianismo, exigía hombres nuevos. Individualmente, mis camaradas me eran odiosos; en vano procuré razonar que para el alto fin que nos congregaba, no éramos individuos. (Deutsches Requiem 96)
La desintegración de la individualidad producida por el totalitarismo es uno de los aspectos de estas ideologías que a Borges más le producía abominación. Linde, por el contrario, encuentra en el procedimiento de anulación de la personalidad una forma de liberarse de la infelicidad.
En este punto, el contraste con Hladík resulta revelador. Mientras que para el judío checo la lectura y la escritura son modos de afirmarse personalmente y de involucrarse en una experiencia única, para el nazi, la lectura y la escritura llevan a la destrucción de lo personal. El nazi, desprendido de individualidad, justifica sus actos en razón de una poderosa metafísica que disuelve su responsabilidad. Permitirse la misericordia es, dentro de su perspectiva, una vana presunción, pues implica contrariar una voluntad trascendental que se encuentra más allá del individuo.
La expectativa de participar del combate se ve interrumpida por los disturbios de Tilsit que, como ya expliqué, señalan un quiebre crucial en la perspectiva que el personaje había figurado sobre su destino. A partir de este hecho, Linde regresa al estado de infelicidad de sus primeros años juveniles y debe resituarse en un nuevo papel.
Al narrar los sucesos que lo dejaron discapacitado, una nota del editor afirma que “[s]e murmura que las consecuencias de esta herida fueron muy graves” (Deutsches Requiem 97). Las consecuencias “muy graves” de una mutilación en la pierna, al punto que se confinan a la murmuración, sugieren, por cierto, una castración (Gómez 146).
En muchos otros cuentos de Borges está sugerida la idea de que un acto cifra la vida de un personaje. En el caso de estos personajes, el acto no solamente debe ser ejecutado, sino que debe ser narrado. Para Linde, la llegada al campo de concentración de un tal David Jerusalem produce un desafío crucial. El torturador declara una singular admiración por la obra de este poeta del cual se dice “Era éste un hombre de cincuenta años. Pobre de bienes de este mundo, perseguido, negado, vituperado, había consagrado su genio a cantar la felicidad” (Deutsches Requiem 99). Actuado como crítico de su obra, Linde afirma que “Whitman celebra el universo de un modo previo, general, casi indiferente; Jerusalem se alegra de cada cosa, con minucioso amor. No comete jamás enumeraciones, catálogos” (Deutsches Requiem 99). Como veremos más adelante, este estado de felicidad que expresaba la poesía de Jerusalem, en contraste con el sufrimiento padecido en su vida, puede ser una clave para comprender la relación que Linde establece con su víctima.
Muy significativamente, la narración de la tortura de Jerusalem enfatiza las marcas de la narratividad, porque la escritura de Linde, en este punto, se expone como particularmente artificiosa. A Linde le importa el sentido trascendental del acto y su significación moral, no las circunstancias concretas. Por ello, gracias a dos evidencias notorias sabemos que concentra en una figura ficticia el acto (que para él tiene un sentido heroico) de haber anulado toda forma de compasión. Estas evidencias son un nombre emblemático, una descripción prototípica y una nota del editor.
La descripción física de Jerusalem no puede ser más evidentemente artificial: “era el prototipo del judío sefardí, si bien pertenecía a los depravados y aborrecidos Ashkenazim” (Deutsches Requiem 99). La nota a pie de página no hace sino confirmar esta lectura: “Ni en los archivos ni en la obra de Soergel figura el nombre de Jerusalem. Tampoco lo registran las historias de la literatura [...] ‘David Jerusalem’ es tal vez un símbolo de varios individuos. Nos dicen que murió el primero de marzo de 1943; el primero de marzo de 1939, el narrador fue herido en Tilsit” (Deutsches Requiem 100).
El paralelo que el editor sugiere entre la fecha de la muerte de Jerusalem y la herida de Linde permiten replantear el discurso del nazi, quien se empeña, como hemos visto, en justificar su labor en una metafísica que anula su individualidad. La justificación trascendental de sus crímenes es desestabilizada por la observación de que sus actos pueden ser, en realidad, fruto de un resentimiento profundo que sólo puede saciarse en el exterminio del enemigo a través de un método particularmente cruel. Linde está marcado por un trauma que no se atreve a revelar y que le causa una obsesión. Su castración física se convierte en una seña manifiesta de sus frustaciones. Ello permite que tenga mucho sentido el método de tortura que elige para Jerusalem:
Fui severo con él; no permití que me ablandaran ni la compasión ni su gloria. Yo había comprendido hace muchos años que no hay cosa en el mundo que no sea germen de un Infierno posible; un rostro, una palabra, una brújula, un aviso de cigarrillos, podrían enloquecer a una persona, si ésta no lograra olvidarlos. ¿No estaría loco un hombre que continuamente se figurara el mapa de Hungría? Determiné aplicar ese principio al régimen disciplinario de nuestra casa y 4... A fines de 1942, Jerusalem perdió la razón; el primero de marzo de 1943, logró darse muerte. (Deutsches Requiem 97-98)
La nota a pie de página marcada con el número 4 dice: “Ha sido inevitable, aquí, omitir algunas líneas. (Nota del editor.)” (Deutsches Requiem 100).
La censura del editor permite concentrar la mirada en las relación entre la víctima y el victimario y menos en el tenebroso acto de tortura. El editor parece evitar que busquemos un placer perverso en conocer los detalles del crimen y que nos observemos que lo realmente perverso está en la forma en que esos procedimientos son dotados de sentido.
La idea de que una obsesión, por banal que fuese, pone en peligro al sujeto y lo enfrenta al horror se desarrolla también en otros cuentos como El Zahir y El libro de arena. Mientras que Jerusalem parece ser un hombre aliviado de sus penas, capaz de cantar con alegría sobre el universo entero, Linde es un personaje incapaz de resolver sus traumas y que se encuentra en una relación de admiración y envidia por el otro. Mediante este extraño procedimiento de tortura, Linde logra transmitir su estado obsesivo, su neurosis, a su víctima.
La relación entre Linde y Jerusalem se muestra así intensamente problemática porque víctima y victimario no son dos entidades distintas, sino compenetradas. De modo perverso, Linde en efecto se identifica con su víctima y convierte a la tortura en un modo de exorcisar sus frustraciones:
Ignoro si Jesusalem comprendió que si yo lo destruí, fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre, ni siquiera un judío; se había transformado en el símbolo de una detestada zona de mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él; por eso, fui implacable. (Deutsches Requiem 100)
Obras citadas
Aizenberg, Edna. “Postmodern or Post-Auschwitz. Borges and the Limits of Representation”. Variaciones Borges 3 (1997): 141-52.
Balderston, Daniel. ¿Fuera de contexto? Referencialidad histórica y expresión de la realidad en Borges. Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 1996.
Borges, Jorge. “El milagro secreto”. Ficciones. Bogotá: Oveja Negra. 1997 [1947]. 139-47.
---. “Deutsches Requiem”. El Aleph. Madrid: Alianza Editorial. 93-103.
Gómez, Antonio. “En los márgenes de Borges: Las notas a pie de página en Deutsches Requiem y Pierre Menard”. Variaciones Borges 12 (2001): 139-65.
González, José Eduardo. Borges and the Politics of Form. New York, London: Garland Publishing, 1998.
Kason, Nancy. Borges y la Posmodernidad. Un juego de espejos desplazantes. México D.F: U Nacional Autónoma de México, 1994.
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