martes, octubre 18, 2005

Genealogía del laberinto

GUSTAVO FAVERÓN PATRIAU

(Publicado previamente en Puente Aéreo)

Uno escucha laberinto y piensa en Borges. Y después de Borges, uno piensa en Eco y su laberinto librero de monjes asesinos; en Auster y el laberinto neoyorquino que recorre día tras día el sabio alucinado de City of Glass; en Piglia y el laberinto de callejas virtuales que componen La ciudad ausente; uno piensa en Levrero y el laberinto-fortaleza de El lugar; en los cuadros de
Kuitca; en las metáforas de Paz; en el Bolívar de García Márquez.

Y uno tiene la inevitable miopía de suponer que todo este asunto empezó con Borges, y que en Borges mismo el laberinto era, ante todo, una imagen física que representaba una abstracción, un problema racional, que el laberinto borgeano era la reelaboración intelectual de una herencia clásica, una figura desvinculada del mundo real que rodeaba a Borges en Argentina, en su propio pedazo de tierra latinoamericana.

La estupenda crítica cultural argentina Beatriz Sarlo, en Borges, un escritor en las orillas, ofrece, aunque no lo explicite demasiado, pistas más que suficientes para suponer que la figura borgeana del laberinto era, también, una representación del mundo social bonaerense de las primeras décadas del siglo veinte: en última instancia, digo yo, quizá muchos de los laberintos de Borges sean ese Buenos Aires babilónico de italianos, rusos, polacos, gallegos y turcos, poblado por más migrantes que nativos, con menos hablantes de español que hablantes de otras lenguas, ese Buenos Aires con más judíos que casi cualquier otra ciudad del mundo y con más nazis que cualquier urbe no europea en los años treinta; ese Buenos Aires sofocado de arquitecturas disímiles, alborotado de sinagogas y mezquitas, invadido de carteles multilingües: el Buenos Aires en que Borges escribió Ficciones y El aleph.

(Qué distinto resulta leer "Los dos reyes y los dos laberintos", por ejemplo, con esa idea en mente: el laberinto del primer rey, atravesado de recodos, callejones y variantes, puede ser una representación de la complejidad social, la multiculturalidad, el cambio, el crecimiento; el laberinto del segundo rey, hecho de una planicie inacabable y desierta, signo de la simplicidad, la monotonía, la permanencia, la quietud, nos dice Borges, no es menos complejo que el otro: ése es nuestro laberinto interior, la unidad aparente, la engañosa individualidad. Somos laberintos dentro de laberintos).

Pero, ¿acaso esos laberintos urbanos de Borges no están ya presentes, con otra apariencia quizá, en el Buenos Aires de Arlt, cuyos personajes pululan en la búsqueda infinita de salidas que jamás pueden encontrar? ¿Y no son laberintos las calles de napolitanos y sicilianos, de mendigos y caballeros, de prostitutas y hojalateros, que transitan los personajes de Cambaceres, en novelas escritas en ese mismo Buenos Aires, pero antes, en el siglo diecinueve?

Éste un ejercicio borgeano en sí mismo, pero no uno muy difícil: podríamos llamarlo "(los laberintos de) Borges y sus precursores". En efecto, los laberintos borgeanos ya existían en la novela argentina desde treinta años antes del nacimiento de Borges. Estaban allí, en las calles de Buenos Aires, esperando al genio que un día transitaría por ellos y los convertiría, una vez más, en literatura.